MAESTRO AMIGO.


Sentado frente a mi ventana abierta, mi vista se pasea por las fachadas blancas, encaladas, apretadas… desparramadas por la falda del Albaicín granadino; detrás, sonrojada por el sol poniente, la Alhambra se eleva imponente y al fondo, por encima de todo, el Veleta y Sierra Nevada, aun blancos por las nieves postreras de esta naciente primavera.

Un cuadro único que contemplo mientras mi olfato goza de la fragancia de azahar que el naranjo, bajo mi ventana, derrama generosamente en rededor.

Junto a mí, en un sillón, con sus curvas perfectas, su diapasón erguido, y su belleza simétrica, ella descansa, recostada, ajena e indolente. Pareciese que su boca abierta quisiera suplicarme que la acaricie.

Pero mi pensamiento, guiado por mi oído, se deja embaucar por la fuerza de las insuperables vibraciones del cordaje de la guitarra que, a través de los auriculares, llegan a mi cerebro como un torrente de sonidos intrépidos unas veces, y armónicos otras. Los acordes llegan nítidos, amplificados por la caja, perfectos, y a la pasión del pasodoble, le siguen los compases flamencos de la bulería, la alegría de la rumba y el aire más puro de una soleá; pero ahí no acaba todo y el viaje sigue con acordes de jazz, de boleros y de tanguillos. Una mezcla de sensaciones únicas, música instrumental que la guitarra flamenca guía, y que evoluciona con armonías clásicas y paisajes sonoros. Música que me ha embelesado, me ha emocionado y me ha arrastrado a otra ventana, desde donde huelo el azahar del limonero de mi patio, y desde donde a través de la luz intensa de la cal de las casas de Guadalcanal, mi pueblo, veo al fondo la Sierra del Agua.

Y mi guitarra sigue lánguida en el sillón, soñando con sonar.

Pero… ¿quién se atrevería a tocarla después de haber deambulado por la eternidad de los Andenes del Tiempo y de tu mano? maestro Amigo, Vicente.


Rafael Ángel Rivero del Castillo.

Granada, mayo de 2024.

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