EL HOMBRE MISTERIOSO
EL HOMBRE MISTERIOSO.
Desde
pequeño he visto de cerca imágenes de Jesús en Su Pasión, de Su Flagelación, de
Su Tormento en la subida al Calvario, de Su Crucifixión y de Su Muerte. Nuestra
rica Semana Santa así nos lo ha mostrado desde siempre. Por esta razón, aquella
visita a la exposición de la Ostensión de la imagen de Jesús reproducida a partir
del estudio de la Síndone o Sábana Santa de Turín –a priori– no me ofrecía
ninguna nueva expectativa, más allá de contemplar otra imagen del Señor.
Tras
la visita a la basílica de San Juan de Dios de Granada, cumbre del barroco
español, e impresionado aún por la deslumbrante riqueza arquitectónica y
patrimonial de este templo, descendimos –con un reducido grupo– desde una
puerta lateral del altar mayor a una sala oscura y silenciosa.
El
impacto fue inmediato. En medio de la sala sobre una fría mesa, desnudo y sin
ornamento alguno, estaba el cuerpo tendido. Inicialmente no fui consciente de
la sensación de congoja que se apoderó de mí, contemplábamos un cadáver,
encorvado por el “rigor mortis”, brutalmente torturado, con un realismo que jamás
había visto y que provocó que mi cuerpo, azuzado por mis sentidos, reaccionase.
Noté como se me erizaba el vello y como, sin darme cuenta, alguna lagrima
surcaba mi mejilla. No podía apartar la vista de aquellas heridas y
laceraciones que desde la cabeza a los pies, se apreciaban con una crueldad
hiperrealista. Eran evidentes los doscientos cincuenta (250) golpes y los
ciento cincuenta (150) latigazos propinados, por los romanos, con el flagelum (látigo corto con varias cuerdas de cuero con pequeñas bolas de hierro en
sus extremos, que al golpear contra la piel, se incrustaban y producían
terribles desgarros al sacarlas para azotar de nuevo). En el costado derecho podía
apreciar, entre dos costillas, la terrible herida producida por la lanza de
Longinos, donde había abundante sangre seca
y restos de vísceras, productos de un edema pulmonar. En la cabeza pude
apreciar jirones arrancados del cuero cabelludo, donde podían verse mechones de
pelo revuelto y sucio por la mezcla de sudor y sangre resecos, además de las
perforaciones causadas por la corona de espinas. En el rostro, la nariz rota y el ojo derecho
morado a causa de los golpes. En los hombros se veían con nitidez las
magulladuras y moratones originados por el peso de la cruz. El pecho aparecía
inflamado por efecto de los gases de la descomposición y las rodillas
semiflexionadas y con señales de los brutales golpes en la crucifixión. En
manos y pies estaban las profundas perforaciones con los desgarros y la sangre
seca, ocasionados por los clavos de la cruz.
Todo
en penumbra, solo el cuerpo estaba iluminado con una intensa luz en tono
natural, que resaltaba y hacía más evidente cada detalle de la tortura y de los
brutales daños sufridos. Una imagen real del cuerpo de Cristo, torturado y
crucificado, sin la ornamentación ni el filtro artístico con el que estamos
acostumbrado a verlo y que, al menos en mí, dejó una profunda impresión.
Rafael Ángel Rivero del Castillo
Granada, marzo de 2024.
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