SEGUIR CORRIENDO PARA SEGUIR VIVIENDO…MEJOR.

 


Mi rutina, desde hace casi cuarenta años, es levantarme con las primeras luces, beberme un gran vaso de agua e irme a correr, al menos cuatro o cinco días a la semana. A veces con un propósito y con un plan de entrenamiento, en otras ocasiones—la mayoría—por la necesidad de correr y el placer de hacerlo.

Hay quien piensa—y es respetable porque el pensamiento es libre—que correr es de cobardes. Y tienen razón, pero con matices. De cobardes es correr para huir, pero nunca para acometer. Despertar al alba, vencer la pereza para saltar de la cama, rechazar todas las señales negativas y las trampas que el cerebro inventa para que no salgas, ignorar el frio que hace fuera o la lluvia que cae…son acciones audaces, cuando no temerarias, pero nunca de cobardes.

Después de atar las zapatillas y salir, todo es fácil, sientes el aire y el sol acariciando tu rostro, o el frio, o la lluvia, o la nieve… sientes tu corazón bombeando sangre a través de tus arterias, tus pulmones inhalando y exhalando aire, tus músculos tensándose en cada zancada, tus pies aterrizando e impulsando rítmicamente en cada pisada, el sudor fluyendo por cada poro de tu piel, y el mundo a tus pies... todo en el cuerpo, pero ¿y en el cerebro? El hipotálamo comienza a generar hormonas—endorfinas, dopaminas, oxitocinas…—que te van a llevar en volandas durante y después de la carrera, creando una sensación de bienestar difícil de explicar. Y te percatas de esa sensación de libertad, sobre todo cuando corres en soledad y a tu ritmo, que te permite evadirte de las ataduras, de los problemas y de los agobios de la vida cotidiana y por un rato focalizar toda la atención en tu cuerpo y en tu mente. Esto—aunque parece paradójico—permite relativizar los problemas, minimizar el estrés e incluso planificar mejor cuestiones familiares o laborales, que un rato antes se hacían insoportables.

Correr es una forma de meditar que aporta sosiego y estabilidad mental.

Rara vez viajo sin mis zapatillas, y mis múltiples destinos, viajes, comisiones y misiones me han permitido correr en sitios tan dispares de la geografía española como son el “desierto” de Almería o la nieve del Pirineo; con los rigores del verano en Córdoba o con el frio riguroso de Toledo; en la tierra áspera de Castilla o en el verde frondoso de Galicia; en la llana Sevilla o en la quebrada Granada. Y también en el resto del mundo, con un 75% de humedad en Koulikoro (Mali) intentando no tragar mosquitos o a -10ºC en Riga (Letonia) intentado no resbalar en las placas de hielo…

Pero en ningún sitio el aire es tan puro como el que respiro cada vez que asciendo corriendo a ese pico leyenda de mi infancia y de nombre tan militar—la Capitana—techo de Guadalcanal y de la Sierra Morena sevillana, con 1007 metros sobre el nivel del mar, donde el esfuerzo de subir unido a la pureza del aire, a la soledad del entorno y al maravilloso paisaje, limpian mi cuerpo, mi mente y mi alma.


Correr, quizás, no proporciona una vida más larga, pero a mí me permite vivir mejor.


Rafael Ángel Rivero del Castillo.

Granada, enero de 2024.


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