CHICHARRAS

 Uno de los recursos que tiene la memoria, al menos la mía, para rememorar recuerdos, es volver al lugar donde se han vivido emociones intensas. Momentos felices o desgraciados, que el terco fluir del tiempo pasado, ha cubierto con una pátina roñosa que de repente desaparece y nos transporta inesperada e involuntariamente a una realidad que provoca la aparición de sentimientos arrinconados en algún resquicio de nuestra mente y que erizan la piel, provocan temblores, y lágrimas casi siempre.

En cuanto bajé del coche y renuncié al frio del aire acondicionado, un aire abrasador me rodeó y un sol intenso desde su punto más alto, me obligó a entrecerrar los parpados para amortiguar la luz cegadora, que caía sobre mí. A partir de ahí, las imágenes acudieron con claridad, y mis sentidos se pusieron alerta, lo siguiente que percibí fue el sonido chillón, constante de las chicharras, incansables. Comencé a subir por el carril pedregoso, seco, en cuyos bordes se alzaban cardos y pastos tiesos que arañaban mis piernas desnudas y llenaban de garrochas mis calcetines. El sudor comenzaba a caer lentamente por el hueco de mi espalda y en mi frente notaba las gotas que pronto surcarían mi cara.

El silencio, sólo roto por las chicharras, era absoluto, se diría que yo era el único en kilómetros a la redonda, la vida paralizada, los pájaros no se oían y aún menos se movían. La boca pastosa, los ojos ardiendo y la piel a punto de deflagrar súbitamente como un papel. Del suelo, a veces, se elevaban remolinos de polvo que el aire tórrido levantaba en su afán de enfriarse, y traían olores calientes de hierba seca. La sombra de los olivos, con el sol en su cenit, era inútil.

A la altura de la huerta, con el canto de las chicharras de fondo, pude oír la melodía cadenciosa, fresca, relajante, del rebosadero de la alberca. El aroma húmedo y aromático, intenso, del mastranto, regado siempre por el chorrillo sobrante, acaricio mi nariz. Y el olor a la tierra mojada, regada de la huerta, verde de tomates, engañó a mis sentidos y dejé de tener calor.

Cuando llegué al cortijo, resplandeciente de sol, blanco de cal, empujé el portalón entornado y por un momento permanecí paralizado en el escalón empedrado, ciego por la penumbra del zaguán, presagio de la frescura del interior. Entré y percibí el olor a cuero viejo, a albarda mil veces sudada, a aparejos y herramientas que trabajaron tantas manos, a botijo de barro empapado en el caño del pilar, a pepino recién cortado de la huerta y al gazpacho majado en el dornajo viejo y gastado de madera. Volví a mi niñez y oí aquellas voces eternas, susurrando palabras cariñosas, anticipando un abrazo…

… y afuera las chicharras seguían chillando.


                                                                         Rafael Ángel Rivero del Castillo

                                                                            Guadalcanal, julio de 2023






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