SIN DARME CUENTA.

SIN DARME CUENTA.

Publicado en la Revista de Semana Santa de Guadalcanal de 2007.

         Sin darme cuenta cierro los ojos. La fresca brisa, cargada de aromas de primavera, de fragancias irrepetibles, de olores inconfundibles a azahar, a cera caliente, a incienso, a claveles frescos y a lentisco, acaricia mi cara.

         En mis oídos la música incansable de los vencejos de la torre de Santa María, de los gorriones del Palacio, de las cigüeñas con su tabletear desde Santa Clara o desde la espadaña de Santa Ana o desde el Convento, me arrastran a la tarde del Jueves Santo.

        Mi madre me ha puesto mi ropa más nueva, ha peinado mis rebeldes mechones negros y he salido temprano. Deseando ver los primeros nazarenos de aquella no tan lejana Semana Santa.

        Nazarenos rojos y nazarenos negros de verdes capas cuya simple vista hacían que mi corazoncito de niño se estremeciese con solo pensar que horas después yo sería uno de los siguientes.

        Sin darme cuenta una sensación de emoción, de miedo, de nervios incontrolables se apodera de mí esa tarde, EL ya está en la calle de Guadalcanal, amarrado a la columna y azotado.

Sin querer la tarde abre paso a la noche y la noche a la madrugada. Ni recuerdo como me dormí porque no podía. Sin darme cuenta mi madre nos levanta, con la dulzura y el cariño que solo una madre sabe dar, hace que nos tomemos un vaso de leche calentito y un gañote que los nervios no me dejan tragar. Mi padre entra y sale, ya tiene puesta su túnica morada. Mi abuelo ya está perfectamente vestido con su sempiterna camisa morada. Todos tienen en la cara una expresión rara mezcla de alegría, de emoción, de tristeza…

Sin darme cuenta mi padre me ha puesto mi túnica morada, esa que hace días mi madre me arregló porque se me había vuelto a quedar corta. Con toda la seguridad y el cariño que solo un padre sabe dar, el mío me ata el cíngulo como solo él sabe hacerlo para que no se me caiga más tarde.
        Ya estamos en la calle, los atronadores tambores de la centuria romana hacen que me estremezca y me aferre con fuerza a las manos de mi padre y de mi abuelo.

 Sin darme cuenta mi madre me ha dado un beso y ya estamos en la puerta de la iglesia, hay gente por todos lados, pero no se oye nada. De pronto suenan las campanas del reloj y un fuerte aldabonazo golpea la puerta. Y allí está EL, es el mismo que durante toda la semana hemos estado visitando en la iglesia, al que le hemos puesto las flores y la cera. Pero ahora está diferente.

Noto la emoción de mi padre. Mi abuelo se va delante de la cruz de guía. Mil sensaciones se apoderan de mi, tengo frió y calor, puedo oler el incienso y el humo a cera quemada, puedo oír los quejidos de los costaleros cuando dan una levantá, puedo oír el silencio aplastante en la fría madrugada. Puedo sentir la alegría emocionada que me transmite mi padre.

Sin darme cuenta me he vuelto embobado para mirar si El puede seguir con esa enorme cruz que entre todos le pusimos encima, y sin darme cuenta me he quedado prendado de la bondad de su rostro, de la lección de humildad que nos está dando. La fila ha comenzado a andar y noto que la mano de mi padre tira de mí. 

        Me vuelvo y el corazón me da un vuelco, la mano a la que me aferro no es la de mi padre es la de un niño. Me sobresalto, miro delante de la cruz de guía y tampoco veo a mi abuelo. Sin darme cuenta me he quedado solo.

¡Pero no! vuelvo a mirar y a cada una de mis manos se aferran mis hijos, delante de mi va Sonia, mi mujer, en un lugar preferente (en la trabajadera) va mi hermano y seguramente en una manigueta o de penitente va mi hermana, y allá a lo lejos entre los arboles del palacio veo a mi madre que viene a buscarnos.

¡Y si! aunque ahora no los veo, allí están ellos, siempre han estado, siempre estarán cada Viernes Santo, en cada procesión, en mi corazón.
Sin darme cuenta son ellos los que siguen llevándome con EL cada Viernes Santo.

                                                                  Rafael Ángel Rivero del Castillo
                                                                        Toledo, febrero de 2007

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